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Cuando el camino no se alumbra


Para los que amo y que ya no están en mi vida terrenal.

Los árboles bailaban con el ir y venir del viento, las calles del barrio estaban solitarias y la obscuridad era su protagonista. Ya pasaba de la media noche cuando don Carmelo, hambriento y cansado, arribó a su vieja vecindad, en el centro de la Ciudad de México. Notó que era todavía más intensa la penumbra dentro del lugar y pensó que ya todos los vecinos debían estar durmiendo, incluyendo a su amada esposa Lucha. Enseguida dedujo que seguramente no había electricidad en el rumbo, pero continuó caminando a tientas por el patio, acarició las paredes desnudas y sorteó macetas y cucarachas. Gracias a la escasa luminosidad de la luna, que caía como un velo, logró avanzar sin tropezar o, mejor aún, sin caer. Anduvo casi a ciegas hasta que al fondo divisó la tenue llama de una vela, la cual le ayudó a guiarse en su camino.


Llegó a la casa y al entrar se reconfortó, pues el contraste entre el frío de la calle y el cálido ambiente de dentro lo hizo suspirar; él, simplemente, se dejó abrazar por el hogar. Además del calor, se esparcía en la casa una combinación sublime de aromas, que de inmediato don Carmelo descubrió y no pudo evitar salivar un poco, acompañado del crujir de su estómago. Los olores de la comida salada y dulce se le impregnaron en la nariz. Caminó por el lugar, chocó con algunos muebles que no recordaba que estuvieran ahí, pero supuso que su esposa había cambiado el orden de los mismos. Luego, bajo la luz de las velas titilantes, vio el gran banquete que le esperaba y, en silencio —para no despertar a su esposa, quien seguramente estaba agotada por haber cocinado todo el día—, se dispuso a cenar.


Antes de arrasar con los manjares ahí dispuestos, arrancó un pedacito de pan para entretener la tripa y después saboreó el pollo con mole negro, acompañado de arroz rojo y frijoles. A don Carmelo le pareció que el guiso estaba de buen sabor, sin embargo, notó algo raro en él, como si no se tratara del sazón tan especial de su esposa. A pesar de esto, disfrutó el platillo y se lo terminó todo. Posteriormente buscó el mezcal —para acompañar con el mole, porque según él corta la grasa y evita las agruras—, pero no lo halló, así que tuvo que quedarse con las ganas de un caballito. Para terminar, tomó el dulce de calabaza con guayaba, pero con tristeza se dio cuenta que su mujer olvidó ponerle un chorrito de leche, como a él le gusta. “¡Qué raro que a Lucha se le haya olvidado!”, pensó don Carmelo, levantó los hombros y reanudó su misión culinaria.


Probó un poco de todo lo que había: tamales, dulces, fruta, camote, pan, atole y otras tantas delicias. Aunque se sentía con la panza a reventar no estaba satisfecho, “algo le faltó a la comida, ahora no le echó ganas mi vieja”, se dijo con nostalgia. Se quedó pensativo y decidió fumarse un cigarro, tal vez con eso se le llenaría aquel hueco que sentía en las entrañas. Miró alrededor, pero no apareció la cajetilla; negó con la cabeza, se encogió de hombros y se resignó a quedarse con el antojo. Luego, se quedó dormido.


El alba comenzaba a entrar sutilmente por la ventana. Carmelo despertó con sobresalto, miró alrededor y, al no reconocer el lugar en el que estaba, se sintió tan solo y ajeno. Salió asustado y precipitadamente, pues el amanecer ya lo alcanzaba. Al abandonar aquel lugar, distinguió a su izquierda la entrada correcta de su casa y, aunque debía marcharse ya, se detuvo para asomarse por el resquicio que había entre la cortina y la ventana. Fue así como alcanzó a ver las flores de cempasúchil, el papel picado, el copal, el pan de muerto, el agua, la sal, sus cigarros, su mezcal y, entre todo ello, su retrato. Al ver aquel altar, bajó la cabeza desconsolado y cerró sus ojos, pues tristemente se dio cuenta que a su esposa se le olvidó poner veladoras en la ofrenda.


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