top of page
  • aquelarredeideas

Las cicatrices de la soledad


Para Adolfo, por dormir y despertar siempre con sueños.

Cuando vio el llanto quemado de su madre —ahogado por las brasas ardientes del fuego a su alrededor y derretido por el calor que la muerte traía consigo—, cuando divisó cómo los ojos de aquella mujer se volvían opacos, como la gelatina expuesta al sol, y sus labios se deshacían cayendo en jirones cenizos; cuando vio el cuerpo de quien le dio la vida retorciéndose sobre la pila funeraria de su padre recién muerto, fue entonces que el miedo le faltó y se arrancó el dolor para lanzarse a las llamas y darle un beso a su madre, que pensó la salvaría de morir incinerada junto al hombre que ella amaba.


De aquella muerte heroica de su padre —un guerrero chatria de la India del norte— y de la dramática inmolación ritual de su madre, lo que le quedó fue una profunda tristeza y un ardor en la piel que no cesaba, a la altura de su corazón. Ese dolor hacía refulgir las cicatrices que en su pecho yacían, consecuencia del terror a quedarse solo.

El niño olvidó las risas, los juegos, las alegrías. Creció así. Los amores eran cosa para alguien más. Él estaba sin estar, se hacía pequeño entre la gente, casi imperceptible, escondiendo no sólo el corazón sino también el cuerpo quemado de tanta desolación. Los surcos invertidos dibujaban las remembranzas abrasantes en su pecho. Saberse así le lastimaba y lo obligaba a hacerse invisible, a quitarle importancia a lo que dentro de él vivía. Prefería darle albergue a emociones reprimidas. Y, simplemente, dejó de sentir por el miedo a ser lastimado.

Cuántas caricias había perdido, cuántos besos desconocidos, cuántas palabras de aliento rechazadas… y se arropaba del frío con el miedo, se cubría del sol con el pánico, se protegía de la lluvia con el pavor. Y lo logró, nadie lo veía, nadie lo percibía.


 

La joven apareció de la nada con un destello de beldad que hasta mágico parecía. Lo miró desde lejos entre la multitud y se acercó para susurrarle en el oído: “eres hermoso, es una lástima que hayas dejado de sentir”. Se alejó sin más. Consternado, el joven despertó de ese breve letargo que sus palabras le habían dejado; hace tanto tiempo que nadie lo había notado entre el mar de personas. Reaccionó y la buscó con la mirada para seguirla, pero ella se alejaba cada vez más. Aun así, él no la perdió de vista y, sin importarle la gente, avanzó entre las personas. Ella se deslizaba por las estrechas calles, él corría para que no se le escapara.


Ella entró en una pequeña casa, sin dudarlo él la imitó. Miró a su alrededor y nadie se percató de su existencia. El color negro inundaba la habitación y los llantos ensordecían las paredes de arcilla que parecían derretirse, así como lo hacían las velas alrededor de la joven, la misma mujer que, minutos antes, en la calle tenía esa belleza mágica. Ahora se encontraba recostada y sin respirar en el centro de la habitación.


Él sintió el mareo, no soportaba verla y quiso salir a caminar. Al abandonar la habitación encontró a la joven frente a él. Con una sonrisa en los labios el joven la abrazó. Ella le dio un beso en la mejilla y le dijo al oído: “eres tan hermoso, es una lástima que estés tan muerto por dentro y ahora sólo seas un fantasma”.

43 visualizaciones0 comentarios

Entradas recientes

Ver todo
bottom of page