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Alma enfrascada

Alfonso Franco y Michelle Morales


El vino sólo hacía más negras las virtudes de la soledad. Nada cambiaba la acidez de sus lágrimas. Ni siquiera el polvo sobre el escritorio daba espesor a la tinta. “Adiós”, acababa de escribir en la hoja en blanco. “Adiós” y nada más que eso. El sabor a sal en sus mejillas se concentró en la cicatriz de varicela. El tiempo se detenía en la espera de que aquella gota saltara por fin al vacío, en un suicidio gradual y sistemático, perla a perla, de sus ojos.


Entonces recordó que sus lágrimas no dirían nada más allá de un dolor personal, que se secarían tan pronto como abandonaran su rostro y, la tibia huella que dejarían sólo mancharía el recuerdo de alguien que no quiso estar.


Pero aún abandonando la idea de que ese alguien mirara su llanto, como ser omnipresente, sólo pudo escribir: "Adiós. Mis lágrimas te extrañan". Arrancó la hoja de la libreta con ira y la dobló cuatro veces, para que cupiera en el frasco de vidrió que introdujo minuciosamente en el congelador.


Pensaba en la nota, en las letras muriéndose de frío ahí adentro. El “Adiós”, abrazando a las “lágrimas”, y el “te extrañan” convencido de la hipotermia del olvido. El “mis” estaba muerto.


Se levantó en medio de la noche, abrió la nevera y encontró el frasco empañado, como quien cierra los ojos frente al miedo. Vidrio de párpados clausurados en la espesura de la nieve artificial.


Imaginó sinónimos para el invierno, no se le ocurrió ninguno, sólo “Adiós” congelado, abandono trasparente de silicio, frasco madre que guarda en su seno el verdadero nombre del hielo. Un nombre, el de la persona ausente, sustituido por la rúbrica de la partida.


Siempre vivieron despidiéndose, hasta que se cumplieron las promesas de desamparo y pies descalzos.


Y de pronto se dio cuenta de que el frío de su cuerpo era mayor al del "Adiós" congelado, y su rostro se vislumbraba más blanco que la escarcha aferrada a las paredes de ese recuadro, donde nacen los cubos que se ahogan en los grados del alcohol.


La desesperación le llevó a soltar el frasco. Roto en mil pedazos dejó escapar la hoja de papel, acompañada de un suspiro de arrepentimiento. El suspiro se volvió gemido de dolor que, aparentemente, no pararía de retumbar en las paredes de su casa.

"Tuve tu fantasma encerrado en un frasco de cristal", pensó al tiempo que recogía los pedazos de vidrio.


Un punto de sangre apareció en su dedo índice, como si el verdadero fantasma estuviera en su interior e intentara escapar de ese cuerpo, exorcizarse así mismo a través de esa mueca roja en la piel. “Tuve tu fantasma en un frasco y tu recuerdo metido en la cabeza: tengo una prisión en tu ausencia”.


Llegó hasta el baño y, antes de poder lavarse la herida, una mirada en el espejo se le clavó en las pupilas. Era ella y él a la vez. Dos presencias enmarcadas en el mismo campo semántico, ontología contradicha por su propia concepción. Luz contrahecha en una imagen devuelta de ambos y ninguno. Hombre innato y mujer de maquillaje; pechos artificiales y entre pierna de reproches. De quién era el recuerdo helado, a qué parte del espejo pertenecía el asecho de esa tristeza.


Al otro lado del espejo ella hablaba con la mirada perdida en sus propios ojos reflejo, hipnotizada, ciega de sentimientos y llena de rencores que creía que borrarían sus recuerdos.


Ella y él habían luchado contra las sensaciones que sabían que el otro tenía. Sin un halo de aliento y el cuerpo gélido, ambos repetían "Tuve tu fantasma en un frasco...", mientras sostenían pedazos de cristal ensangrentados y sus corazones ya no latían ni si quiera por odio.

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