La música se escuchaba desde lejos, tonos suaves de una flauta acompañados del golpeteo de un pandero, mientras la vihuela atronaba con alegrÃa desbordante. Desde lo alto se veÃa en el centro del gran Bosque, iluminado por antorchas, danzar a las mujeres y hombres, carentes de vestido, mostrando su grasa aglutinada en ciertas partes del cuerpo. Algunos se frotaban la piel con las manos y otros se acariciaban entre ellos. En medio de la multitud un pilar envuelto en llamas negras rezumaba un color púrpura que se expandÃa hacia el cielo. Un macho cabrÃo era acariciado por dos mujeres, y un hombre clavaba su cabeza en el trasero del animal. La mujer lo vio todo desde arriba. Sus labios se movieron hasta formar una sonrisa y descendió hacia aquel lugar.
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En medio de la multitud un pilar envuelto en llamas negras rezumaba un color púrpura que se expandÃa hacia el cielo.
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Junto con los demás niños, Pedro escarbaba la tierra húmeda con sus pequeñas manos, construÃa pasadizos, montañas y castillos con ella, pero a fin de cuentas cuando terminaba venÃa la lluvia para derrumbar sus obras infantiles. Cada dÃa era lo mismo, reconstruir su diminuto mundo hecho de naturaleza. Lo único que quedaba después de esas sesiones por la tarde eran las manos chorreadas y las uñas, sin cortar, llenas de lodo.
Pedro continuaba introduciendo sus dedos en la tierra, juntándola para darle forma. Volvió a meter la mano en el hueco que habÃa moldeado, y sintió algo suave y resbaloso. Inclinó un poco su cabeza para mirar hacia el túnel.
—¡Una rana! —Pedro gritó sorprendido.
—¡Saquémosla! —respondió Jusé mientras corrÃa hacia donde estaba Pedro.
—SÃ, que asà podremos juguetear con ella —Ferdinand empujó a Pedro para después meter su mano y sacar a la rana de la cueva.
La rana era grande y su piel de un color blanco pálido y unas grecas violetas, que se dibujaban en su rostro y ancas, hacÃan contraste en el cuerpo del bicho. Los niños estaban sorprendidos, miraron al anfibio como nunca antes lo habÃan hecho con cosa alguna. Era un bicho hermoso y se consideraron afortunados de encontrarlo.
Pusieron a la rana, que llamaron Motilla, entre los pasadizos, casas, castillos y túneles de tierra; con una varita le picaban el trasero y la cabeza para que avanzase por todo su pueblo en maqueta. Motilla parecÃa estar fastidiada, molesta de que le metieran tantos picotones en la cola y en los ojos. De pronto, dio un gran salto hacia el hombro de Pedro y le lamió la boca, provocando que él se retorciera de asco. Después, en un triángulo perfecto saltó hacia Jusé y Ferdinand, para besarlos y dejarles viscosos los labios.
Los tres permanecieron con los ojos cerrados por un momento. Y cada quien, se restregó la boca con el dorso de la mano. Motilla permanecÃa en la tierra, abriendo y cerrando sus párpados, como si nada hubiese pasado. Los niños la miraron y pensaron en regresar a casa para enjuagarse la cara. Era extraño, ese asco jamás lo habÃan sentido. En otras ocasiones habÃan tocado pájaros muertos, pisado majadas de cerdo e, incluso, sentido en el rostro el lamido de perros, gatos o caballos y no les provocó tantas náuseas y asco. Decidieron retirarse a sus casas. Pero, entonces, surgió la pelea por ver quién se llevarÃa consigo a Motilla. Pedro alegaba que era suya, pues él la habÃa hallado. Jusé argumentaba que él debÃa llevársela, ya que tuvo la idea de sacarla del hueco. Y Ferdinand fue el más aguerrido, defendÃa su derecho de quedarse con la rana, por la simple razón de que él la sacó de la tierra. La discusión casi llegó a los golpes, de no haber sido porque Jusé detuvo la pelea al gritar:
—¡Que la rana decida! —Ferdinand y Pedro le tomaron la palabra y los tres se colocaron frente a Motilla. Levantaban las manos hacia el frente y acompañaban sus movimientos con palabras en diminutivo. Motilla permaneció un momento ahÃ, sólo parpadeando, después se viró y saltó velozmente para perderse a lo lejos. Ninguno pudo detenerla, lo cual ocasionó una nueva disputa por encontrar al culpable de la huida de Motilla.
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Pedro comÃa demasiado, sin embargo comenzó a perder peso y cayó en cama con fiebre y dolor de cuerpo. Jusé y Ferdinand estaban en las mismas condiciones y, a pesar de los remedios caseros que sus madres preparaban, no podÃan aliviarse.
El rostro de Pedro, de ser acanelado y rechoncho se convirtió en uno pálido y delgado, con las mejillas sumidas. Los ojos cercados por un aro color púrpura simulaban cuevas obscuras. La voz le languideció abruptamente y su espalda se encorvó de debilidad. La columna vertebral estiraba la piel casi hasta romperla y las clavÃculas le sobresalÃan de tal forma que su cuello parecÃa cada vez más largo. El enflaquecimiento le impedÃa moverse.
Jusé y Ferdinand enfermaron también, sufriendo los mismos sÃntomas. Y todos los habitantes de Xixón creÃan que alguna peste o epidemia los habÃa invadido. Por lo que fue poca la solidaridad y ayuda que las familias recibieron. Para evitar un contagio mayor, metieron en un sólo cuarto a los tres niños, donde los alimentaban y cuidaban sus madres y abuelas, con muy poca esperanza de que se recuperaran.
A veces también sufrÃan de alucinaciones. Pedro constantemente mencionaba a su tÃa Inés, pero hacÃa años que estaba muerta. Para los niños fue insoportable el dolor. Y bastó con una semana para que dejaran de respirar. Por la mañana, la madre de Pedro los encontró a los tres muertos. Aquella escena fue sorprendente. No quedaba ni una gota de ellos. Sólo huesos, huesos pequeños, de niños ingenuos e inocentes.
Los tres esqueletos arropados con las cobijas. Pero sólo los pies mantenÃan aún la piel y su carnadura. Tan sólo los pies.
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Para la mujer no fue fácil llegar hasta Toledo. Sobre todo por la energÃa consumida en el proceso. Sin embargo lo habÃa logrado. Ese era el precio que tenÃa que pagar por vivir en Xixón, alejada del Santo Oficio, en un pueblo donde aún no existÃan acusaciones.
Logró juntar suficiente manteca para su ungüento para volar. Lo difÃcil fue encontrar Toledo, pero lo consiguió dejándose guiar por el oÃdo y la vista. Desde muy lejos divisó la flama violácea que la condujo al lugar.
Cuando llegó se despojó de sus ropas y dio inicio a su danza.
—Inés, es hora de que beséis al macho cabrÃo —le dijo al oÃdo una toledana, mientras le acariciaba los pechos caÃdos.
—Por supuesto, pero recordad que me he de tornar a Xixón —le contestó para después besarle los labios con agresividad—. El ungüento para volar es difÃcil de hacer, y Pedro, mi sobrino, está muerto al igual que sus dos amigos, pero aún les ha quedado en los piececillos grasa por aprovechar.