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El santo

Actualizado: 22 may 2020

Si la infancia durara ochenta años

me podría burlar de mis cenizas

y sin apuro armar un acertijo

con borradores de melancolía

Mario Benedetti, Insomnios y Duermevelas


I

Un pie descalzo en la alambrada del patio trasero. ¿De quién?, nadie lo sabía, sin embargo ya llevaba tres días ahí, adornando vulgarmente la barda de tabique rojizo.

La mujer del rosario, día con día, rezaba frente al pie desnudo, con jirones colgando y aferrados al alambre de púas, como si estuviera listo para desafiar a cualquier corsario que intentara robar el buque.

Los dueños de la casa comenzaban a cobrar por ver aquel espectáculo. Y sólo la mujer del rosario se lamentaba por ello.

De pronto comenzaron los chismes y rumores, las historias inventadas de la nada y aumentadas de mucho. La gente despertaba la imaginación y recreaba al dueño de aquel pie. Que si era de un hombre guapo, decían las mujeres; que si perteneció a una mujer bella, afirmaban los hombres; que si era de un Santo, creían los religiosos; que si era de un ratero, insistían los desconfiados; que si era de un luchador político, comentaban los izquierdistas.



En fin, el pie, cada vez más hinchado —aparentando un tamaño irreal—, morado y putrefacto se adornaba de lunares con alas, de luces titilantes, de colores diurnos y nocturnos.


Las moscas hacían su trabajo y las larvas despertaban en un nuevo nacer. El pueblo entero admiraba con devoción el pie que llamaban “Santo”. Muchos subían por las estrechas escaleras de concreto, construidas para recrear el altar, donde depositaban todas sus esperanzas. Al llegar a la cima besaban el pie, como si del Papa se tratara. Dejaban un voto enganchado en la piel inflamada y chorreante de líquidos hediondos.

A pesar de lo religiosa que era, la mujer del rosario no podía soportar aquel espectáculo, rezaba, lloraba y repetía que era absurdo, era injusta tanta glorificación.

—¡Esto es abominable. Dejen que se vaya. Eso no es santo, ni siquiera es un milagro! —suplicaba la mujer y se alejaba agachando la cabeza.

Ella era la vecina más cercana al altar recién construido y tal parecía que algo sabía, pues se negaba a creer en un pie santo, aparecido de la noche a la mañana en un pueblo donde nunca sucedía algo importante.

II

Ese día desapareció el hijo de los vecinos, dueños del altar, pero el alboroto del pie santo hizo que lo olvidaran. Era como un intercambio: un niño como tributo para tener un santo a quien alabar, aunque ni siquiera tuviera rostro. A pesar de que el primer día no hubo tanto desmán como en los siguientes, la euforia por el pie abrazado al alambre no fue mínima. El pueblo entero, salvo la mujer del rosario, estaba anonadado y fuera de su realidad pidiendo milagros al pie santo. Tal fue la ilusión que, al día siguiente, la gente no le dio importancia a la desaparición de otro niño y la consideraron como sacrificio necesario para la sobrevivencia del pie, cada vez más putrefacto.

Pasaron días, semanas, meses y el pueblo se desnudó de infantes. La mujer del rosario se resignó a no suplicar que dejaran al pie en paz, que lo quemaran. Y era extraño, a pesar del tiempo el pie seguía ahí, en descomposición pero existente. Las larvas y las moscas desaparecieron y ya ni siquiera los buitres se acercaban.

Foto: picjumbo.com



III

La mujer del rosario había escuchado ruidos extraños en la azotea, el llanto de un niño desgarró el cielo y un rugido lo acompañó. A obscuras se asomó a la ventana y alcanzó a ver una sombra cargando a un niño, brincando las azoteas. La vio deslizándose hábilmente, pero un error causó todo. El pie del niño se atoró en la alambrada. La sombra, con desesperación y a tirones trataba de zafar al infante, pero nada daba resultado. En un momento, unos dientes triangulares, filosos y blancos comenzaron a roer el tobillo del niño, y el llanto y los gritos se hicieron más fuertes. Sólo así, aquello se llevó el cuerpo que rompía en lamentos.


La mujer del rosario siguió viendo a la sombra por años, hasta que el pueblo se quedo sin niños. Entonces había recordado claramente lo que su abuela alguna vez le había contado: “los Couros se roban a los niños, pero nunca regresan al mismo lugar a hurtarlos, a menos que hayan dejado algún rastro”.

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