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Sonata


A mi hermano Christopher, quien cree en la magia de la música.


I

Sobre la cama se encontraba el hombre murmurando, gimiendo y convulsionándose de angustia. Sudaba gotas frías, pero el calor lo invadía cada vez más. De súbito despertó, incorporándose de la cintura para arriba. La habitación estaba obscura, pero a lo lejos el sonido de un violín inundaba cada vez más el lugar. Una pequeña hoguera apareció frente a su cama, la melodía acrecentaba de volumen y en medio del fuego se dejo ver una sombra, una figura enorme y obscura que se alzó ante él. El violín se iluminó y parecía tocarse solo, pero no, aquella sombra, con dos cuernos en su cabeza, sostenía el violín y arco con sus garras. Emitía hermosas notas, suaves y claras.


El fuego bailaba al ritmo de la voz del violín, aumentaba y se expandía por la habitación. El hombre en la cama permanecía mudo, con los ojos bien abiertos, pensando en que todo era un sueño, pasmado con aquella melodía, con aquel pacto con el diablo.


La sombra dijo: "Ésta es la sonata, Giuseppe, ya sabéis qué es lo que tenéis que darme a cambio".

Paolo despertó asustado y se tranquilizó al darse cuenta de que todo había sido un sueño. Un sueño al que no le encontraba sentido, una pesadilla tal vez. Sin embargo, lo dejó un tanto intranquilo y con curiosidad. Su habilidad y encanto por la música le hizo tratar de recordar aquella melodía de su sueño, pero no le fue posible, jamás la había escuchado. Le pareció hermosa y única.


II

Paolo aplicó la brea necesaria a la cinta del arco; después tomó el violín, que perteneció a su abuelo, y lo acomodó bajo su barbilla. Con elegancia levantó el arco y rozó suavemente las cuerdas del instrumento, dejando escapar chillonas notas que le desagradaban. Aquel villancico no era algo que esperaba tocar en algún recital, no para él, sin embargo debía obedecer a la Sra. Piattoli, su profesora de violín que contaba con más de setenta años y demasiado mal carácter.


Para Paolo las clases de música dejaron de ser interesantes desde que su antiguo profesor fue sustituido por la Sra. Piattoli, pues ella lo corregía de mala gana y le daba golpes en las manos. La anciana no tenía ni idea de que Paolo era un niño prodigio, que a sus escasos 13 años podía tocar sin equivocarse Las Cuatro Estaciones de Vivaldi. A pesar de su sorprendente habilidad, los señores Tarizzo, sus padres, se empeñaban en que no debía abandonar las clases, sin importar la maestra.


Paolo continuó con los movimientos del arco sobre la superficie del violín. We wish you a merry christmas le parecía no sólo una melodía fea, sino tediosa y sin complejidad. El niño perdió la concentración y la Sra. Piattoli le soltó un varazo en la mano derecha. Paolo reaccionó de inmediato y dejó caer al piso el arco. "Así no, estira bien los dedos y concéntrate, estúpido". Paolo levantó el arco del suelo sin dejar de mirar a la anciana, quien sentada en un sillón de terciopelo rojo fumaba con actitud altanera, lanzando el humo hacia el rostro del niño. Él tosió un poco y trató de visualizar y asimilar las partituras que se encontraban sobre el atril. Al cabo de unos minutos de volver a tocar la melodía, perdía la atención en ésta y se equivocaba de nuevo. Sólo se percataba de ello por el golpe en sus dedos. "He dicho que pongas atención, empieza de nuevo y no te vas hasta que la toques bien".


"¿A quién llama estúpido? La odio, ojalá muriera", pensó en sus adentros sin dejar de mirar el rostro infinitamente arrugado de la mujer. "Deja de verme y a tocar" gritó la anciana y el humo emanó de sus caídos labios, luego le soltó un golpe en las nalgas con la vara de metal. "Muérete", volvió a pensar Paolo sin apartar la vista de la Sra. Piattoli.


Paolo miró de nuevo las partituras, sin embargo no eran las mismas. Un delgado libro se encontraba sobre el atril. La portada color carmesí hacía resaltar las letras color oro:

Giuseppe Tartini

La Sonata del Diavolo

in G minor

III

Paolo, expectante, abrió el libro encontrándose con la partitura de la Sonata. Comenzó a leerla, la convirtió en notas musicales que pudieran ensordecer los gritos de aquella vieja mujer. Con el roce del arco sobre las cuerdas dejó escapar lo hermoso de la sonata, caricias sonoras que se esparcían por el lugar, que le hacían recordar un sueño. Feliz e hipnotizado quedó. La Sra. Piattoli molesta inquirió: "¿Qué te pasa mocoso? Eso no es lo que te dije que...", "cállate, mujer", la interrumpió una voz gruesa y firme proveniente de Paolo, quien seguía tocando sin retirar la mirada de las pupilas femeninas.


La mujer, consternada, dejó caer el cigarrillo sobre la alfombra vieja y roída. Súbitamente una hoguera cercó a la anciana. La respiración de la vieja comenzó a ser agitada y difícil. El cigarro proseguía emanando humo, creando cataratas gaseosas que adquirían varias formas, humanas y animales, se movían al ritmo del canto del instrumento. Se elevaban, serpenteaban para llegar a las fosas nasales de la Sra. Piattoli. Las nubes blancas entraban por su nariz, recorrían sus pulmones, su interior; después salían por su boca con un color sangre para incorporarse a las llamaradas danzarinas que la rodeaban. La Sra. Piattoli profirió gemidos de asfixia acompañados de espasmos.


La sonata permanecía cantando. Paolo se detuvo un instante y la maestra recuperó el aliento, trató de restablecer su respiración, pero no lo logró. El niño continuó con la melodía y, de inmediato, la mujer prosiguió con la asfixia, con el inacabable humo de cigarrillo penetrando las membranas de su interior, recorriendo su ser. Consciente de lo que hacía, Paolo realizó infinidad de intermedios para alargar el martirio de aquella mujer.


"Tendréis que soportarlo signora Piattoli, sólo falta un movimiento y habremos terminado con esto", Paolo recomendó a su profesora, quien con una mano extendida parecía suplicarle que parara.


Una enorme sonrisa se dibujó en el rostro infantil. Con entusiasmo interpretó el último movimiento de la sonata. Los suaves sonidos se transmutaron en otros fuertes y tormentosos. La desesperación de la mujer aumentaba con cada nota, la presencia de aire era casi nula. Los ojos de la profesora se desprendieron súbitamente y los gemidos ya casi desaparecían. Un líquido amarillento escurría de sus fosas nasales. La Sonata del Diavolo continuaba, a punto del desenlace. Paolo, orgulloso, cerraba los ojos y se deleitaba con el esplendoroso cántico de las cuerdas. Disfrutaba de esas notas secas que hacían bailar al fuego y que sólo a algunas personas les robaba el aliento.

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