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Nariz de gato

Actualizado: 18 may 2020

Sebastián había encontrado un gato en la calle. Al verlo totalmente abandonado, maullando con insistencia para que lo adoptara, lo llevó tranquilamente a su casa.

—Anda, mamá, déjame quedármelo.

—No, no, hijo, no lo vas a cuidar, como ha pasado con los demás animalitos, por eso se mueren. No quieres que éste también se muera, ¿verdad?

—No mami, a éste sí lo cuido, de veras, no se va a morir. Si no lo hago, lo regalas.

—No sé, a ver qué dice tú papá cuando llegue. Si dice sí, pues te lo quedas.

Sebastián esperó a que llegara su papá para escuchar el veredicto y se emocionó cuando no se negó a que el animalito permaneciera en casa, pues al ser hijo único no había capricho que se le rechazara.

El pelaje del gato era blanco, de pies a cabeza, lo que hacía que resaltara la única mancha café que tenía, situada junto a la nariz. Sebastián lo llamó Mancha.


Los días pasaron y Mancha, de ser un gato desnutrido y mugroso, se convirtió en un gato regordete y limpio, "hermoso como él solo", solía decir la madre. Sebastián no dudaba en presumir a sus amigos y primos los logros evidentes en el felino, que resultaban de los cuidados afectivos y alimenticios que le brindaba.


En un segundo la tela se tiñó de rojo. El pedazo faltante de la nariz de Sebastián yacía en la loseta de la cocina.

Era su adoración y su tesoro. Cuando terminaba la tarea se dedicaba a acariciar a Mancha hasta que se quedaba completamente dormido; después admiraba la perfección del rostro animal. Con el índice le rozaba desde la frente hasta la nariz del gato, la cual humedecía ligeramente la punta de su dedo.

—Mamá, quisiera tener nariz de gato —suplicaba Sebastián y la madre tan sólo sonreía.

—¡Ay, hijo!, eso no se puede, yo también quise muchas cosas y no eran posibles.

—¿Cuáles?

—Bueno, como volar. Siempre quise volar, o quería ser sirena. Pero después comprendí que esos eran sueños. Somos personas y no podemos tener lo que los animalitos tienen.

—Pero, yo quisiera tener nariz de gato, me gusta la nariz de Mancha.

—¡Ay, mi Sebastián!, siempre tan tierno.

Mancha no fue malagradecido a los halagos y cuidados de Sebastián, por eso sólo estaba con él. No comía si Sebastián no estaba y si enfermaba, el gato siempre dormía sobre sus piernas. No cabía duda, el gato le pertenecía. No existía día en que el niño no le dijera a Mancha “me gusta tu nariz. Quisiera tener tu nariz”, obteniendo como respuesta un quedo maullido y un fuerte ronroneo.

La madre llegó a ignorar el comentario de su hijo. Aunque ya no le agradaba esa obsesión que tenía Sebastián con la nariz de Mancha, no hizo algo por quitársela o simplemente cumplirle su capricho con una nariz postiza de gato —esas que se utilizan en los disfraces.

—Mami, ¿qué haces?

—La comida, hijo. Oye, ya deja a ese gato, que ya vamos a comer.

—Y ¿qué haces con ese cuchillo?

—Corto la carne, para guisarla. Anda, lávate las manos que me vas a ayudar a poner la mesa.

Sebastián bajó a Mancha de sus hombros y se acercó al fregadero de la cocina. Miró el inmóvil filo del cuchillo de cerca, mientras se lavaba las manos.

—Ahorita vengo, voy por las tortillas, pon los manteles y los platos. No los vayas a tirar.

La madre salió de la casa con un trapito blanco en las manos. Sebastián se quedó quieto, observando el cuchillo. “¿Y corta?” se preguntó en sus adentros, al momento que lo tomaba por el mango; el metal plateado dejó ver su longitud de 15 centímetros. Mancha había estado observando cada uno de los movimientos de Sebastián, pero al escuchar un grito desesperado, salido de la boca de su amo, huyó aterrado para después esconderse.

El olor a masa caliente inundó la casa, tras el azotón de la puerta principal. La madre dejó caer al suelo el paquete envuelto en el trapito blanco. Corrió asustada a la cocina al escuchar el llanto de Sebastián. Con una desesperación maternal, tomó rápidamente un trapo limpio, abrazó a su hijo quitándole el cuchillo de la mano. “Pero, ¿qué hiciste hijo?”, dijo entre sollozos y con el trapo en la mano apretó la nariz del niño. En un segundo la tela se tiñó de rojo. El pedazo faltante de la nariz de Sebastián yacía en la loseta de la cocina. “Aprieta aquí”, advirtió la madre. Sebastián calló, con la mirada seguía a su madre. Ella lo cargó, "sigue apretando", le ordenaba agobiada. A punto de salir de la casa, Sebastián gritó angustiado:

—No, mamá, no ¡suéltame!

—¡Claro que no!, vamos al hospital.

—No, mamá, no. ¡Déjame!

El berrinche de Sebastián obligó a que la madre lo bajara. El niño tiró al piso el trapo húmedo de sangre y corrió a la cocina. Tomando de nuevo el cuchillo buscó debajo de la estufa. La madre trató de alcanzarlo, pero se le escabullía.

—¡Ya! Sebastián, ¡Ya basta!

Sebastián se volvió a su madre para decir con suplicas y llanto: “Mami, ¿dónde está Mancha? Por favor, ¡ayúdame a buscarlo!”.

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